La poesía plasma lo que nos impacta, nos impresiona, aquello que nos hace sentir vivos o desfallecidos. Lo que fuertemente afecta a nuestra condición humana. Nada hay que no pueda ser poesía: Antonio Machado dedicó un poema a las moscas y Charles Bukowski al alcohol y al vómito.
Ciertamente el alba y el atardecer, las flores, han mostrado al ser humano una gran variedad de colores antes de que él aprendiera a crearlos con la técnica. Por otro lado, el amor en todas sus vertientes ha sido el punto fundamental del quehacer poético. También la muerte como solución o gran interrogante ha ocupado un lugar primordial. Pero nuestras vidas también se ven azotadas por las noticias de los periódicos, de los telediarios, sobre las guerras, sobre los grandes y pequeñísimos. Y todas estas vidas, aunque transcurran a miles de kilómetros y en unas condiciones que nos son extrañas, también nos deberían afectar.
Pero a veces escribimos para decir que no estamos de acuerdo, para denunciar lo que consideramos injusto e hipócrita, para decir que cada muerte de un niño es parte de nuestra propia muerte.
Somos fotógrafos de la palabra, recogemos el instante para que imaginemos lo que precede y lo que sigue. Para que no pasemos por la vida mirando hacia otro lado, y al final esgrimir ese falso “no me consta”, “no sabía”, “de haberlo sabido”.
Por estas páginas se entrevén los bombardeos, la guerra, las pateras, la muerte del inocente, Chernobil, a sabiendas que al final volveremos donde estábamos hace cien años, en el sueño de toda una humanidad impotente para salvarse a sí misma, ante la codicia de unos pocos sin capacidad de mirar al futuro.