Hay dos modos de concebir las historias: uno aparentemente (e insisto en lo de aparentemente) rígido, en el que el autor ya sabe los volúmenes que ocupará la historia, los hechos que sucederán y casi en qué capítulo ocurrirá cada cosa) o así por lo menos nos lo confesaron –quizá exageradamente los autores de Harry Potter y Alatriste, por poner dos conocidos ejemplos). Y luego están esas otras historias, donde el protagonista se queda dormido, se despierta a medianoche y -aunque no pensaba salir de casa- decide darse una vuelta. Y ya se sabe, después de la medianoche de un viernes, uno puede encontrar cualquier cosa, o mejor, a cualquier persona. Y el texto ya no es del autor, sino que el protagonista se deja llevar por las calles que imaginamos, por la gente que encontramos, para detenerse en un portal donde llora una joven. Y todo esto, sin pedirle permiso a quien escribe el texto, que soy yo.

Anhelo no ser, quiero abrazar lo infinito sin más vínculos ni ataduras, desprenderme de la carga pesada de los días y alcanzar la calma mágica de lo onírico sin más misterio que el sueño reparador. No huyo del presente para refugiarme en el futuro. No busco utopías ni esperanzas consoladoras”.

Para algunos, la vida es una constante búsqueda; para otros, un continuo encuentro de personas y cosas, de paisajes y sentimientos enmarcados en imágenes más o menos difuminadas de futuros recuerdos. Así transcurrían mis días en el Ministerio”.

Estas dos voces se intercalan en un libro que describe encuentros entre jóvenes que han empezado a trabajar y no saben lo que la vida les depara una vez dejada atrás la vida universitaria tan abierta a todo y tan previsible al mismo tiempo. El amor quedó atrás, en aquellos que marcharon lejos, o quizá sólo está agazapado esperando su momento. Todo es posible cuando no nos cerramos en nosotros mismos.

Primer capítulo de «la campana rasgada»
  • Es difícil mirar una ciudad desde lo más alto, desde una de sus terrazas más cinematográficas, y no ver su pasado ligado al nuestro, a los años de una juventud esperanzada. Desde la terraza de un edificio, no sólo se otean los tejados de las casas y las largas avenidas recorridas por coches, sino también el horizonte geográfico y leopardiano, las lágrimas contenidas y las risas reventadas. Con los codos apoyados en el parapeto de la parte superior del edificio y la vista perdida en la atmósfera contaminada por la respiración industrial y estresada de la ciudad, ahondamos en lo más profundo de lo que fuimos.

    Y al profundizar, rememoramos, sentimos la necesidad de escribir. Y al golpear el teclado, sabemos que las ideas etéreas y volátiles se han de convertir en letras impresas bañadas en tinta, sobre un papel tangible –aún no me acostumbro al texto en la pantalla- que irá inevitablemente a la búsqueda de lectores. Y donde hay lector y escritor unidos por una historia aparece, en mayor o menor medida, una escritura que aspira a ser arte.

    Y el arte es un amante exigente, aunque poco generoso. Te pide día a día tu atención, te exige que le dediques tus horas más íntimas y solitarias, sin por ello asegurarte que se entregará por completo. Acaso te muestre ligeramente el pecho, o un beso perdido en los albores de la noche, para que no desfallezcas, para que no pierdas la esperanza. Pero no creas en la recompensa de tu esfuerzo. Si se entrega a alguien es porque en esa persona se aúnan trabajo y elección. Elección suya, no tuya.

    Artistas, seres obsesionados a la caza de un botín que sólo se da a unos pocos, pero cuya melancolía y dolor se otorgan, a manos llenas, a todos aquellos que ferozmente ansían conseguirlo. Artistas, prisioneros en cárceles invisibles, recordad las palabras que Hermann Broch pusiera en boca de Virgilio: “aquél a quien el destino ha lanzado a la cárcel del arte, apenas puede ya evadirse”.

    Nací con el estigma, procuré olvidarlo. Hice como si no existiera, pero supe muy a mi pesar que esa búsqueda era la mía. Más allá de famas, de oropeles, el objetivo era construir una obra que me trascendiera; no que fuera eterna, porque esa eternidad es limitada.

    Morir como Kafka, como Musil, como Pessoa, con la dolorosa herida de no saber si nuestra palabra llegará a otros. Ése es el envite. ¿Lo envidias? Ciertamente no.

    Desolación de la creación, en la inseguridad o en la certeza. Desolación de unas mentes creadoras a las que se les impide saber el lugar exacto que le corresponde a lo forjado. Penetración en un limbo oscuro y oculto, perdido en las nieblas de la mente humana.

    ¿Es ésta mi historia? Y si lo fuese, ¿lo sería porque así me la narraron? o ¿porque crecieron en mí los hechos que aquí se muestran? ¡Qué difícil es ya separar lo vivido de un modo –con nuestra propia carne-, o de otro –con nuestra mente que escucha y graba-. ¡Pero qué más da! como escribiera Orhan Pamuk, “la literatura es la capacidad de hablar de nuestra propia historia como si fuera la de otros y de la de otros como si fuera la nuestra”; así que eso hice, es la historia que escribí con el verbo de entonces; será la historia de quien llegue a leerla y poseerla; de quien consiga hacerla suya y pueda convivir con la palabra hecha sueño en la noche blanca.

    Madrid, 13 de marzo de 2034