Hay dos modos de concebir las historias: uno aparentemente (e insisto en lo de aparentemente) rígido, en el que el autor ya sabe los volúmenes que ocupará la historia, los hechos que sucederán y casi en qué capítulo ocurrirá cada cosa) o así por lo menos nos lo confesaron –quizá exageradamente los autores de Harry Potter y Alatriste, por poner dos conocidos ejemplos). Y luego están esas otras historias, donde el protagonista se queda dormido, se despierta a medianoche y -aunque no pensaba salir de casa- decide darse una vuelta. Y ya se sabe, después de la medianoche de un viernes, uno puede encontrar cualquier cosa, o mejor, a cualquier persona. Y el texto ya no es del autor, sino que el protagonista se deja llevar por las calles que imaginamos, por la gente que encontramos, para detenerse en un portal donde llora una joven. Y todo esto, sin pedirle permiso a quien escribe el texto, que soy yo.
“Anhelo no ser, quiero abrazar lo infinito sin más vínculos ni ataduras, desprenderme de la carga pesada de los días y alcanzar la calma mágica de lo onírico sin más misterio que el sueño reparador. No huyo del presente para refugiarme en el futuro. No busco utopías ni esperanzas consoladoras”.
“Para algunos, la vida es una constante búsqueda; para otros, un continuo encuentro de personas y cosas, de paisajes y sentimientos enmarcados en imágenes más o menos difuminadas de futuros recuerdos. Así transcurrían mis días en el Ministerio”.
Estas dos voces se intercalan en un libro que describe encuentros entre jóvenes que han empezado a trabajar y no saben lo que la vida les depara una vez dejada atrás la vida universitaria tan abierta a todo y tan previsible al mismo tiempo. El amor quedó atrás, en aquellos que marcharon lejos, o quizá sólo está agazapado esperando su momento. Todo es posible cuando no nos cerramos en nosotros mismos.