Los mundos de mi mundo (2005) El poeta nos sorprende nuevamente con un libro de relatos que -nos advierte el autor- “Esto no son cuentos, son sueños, recuerdos que me asaltan durante años, pesadillas que se cobijan en mí durante las noches sudorosas y frías de invierno. Nada inventé porque todo estaba allí, en el borde del sueño, en el canto de la ventana desde la que te miro mientras lees estas páginas”. En esas borrosas y extrañas horas llenas de magia que conforman el duermevela, en ese tiempo sin tiempo en el que la mente escapa a otros mundos -los mundos del autor- por los que transitan las historias, diversas unas de otras, de quien quiere aprehender los colores que se escapan, de quien lucha contra una memoria que se convierte en desmemoria. Lugares y épocas se interponen y se mezclan: desde el campamento indio hasta la tienda de un guerrero antiguo con cuya afilada espada ha de cumplir un destino que apenas si se le muestra en toda su crueldad; pasando por el Empire State, por un viaje por el desierto, por las trincheras de la Gran Guerra. Pintores y guardianes de museos obsesionados con unas vidas centradas en un único y obsesivo objetivo; lectores incansables que convierten sus bibliotecas en una selva en la que perderse en esas vagas horas situadas en el borde del sueño. Fluidez de una prosa que nos transporta a un mosaico de mundos que conforman el universo del escritor.

El cuadro

Relato incluido en «Los mundos de mi mundo»

  • A Antonio Lucas, que me animó

                                                               para que contara esta historia.

                                                               A Pepe Lucas, al que usurpé

                                                               su labor de pintor.

                Vendría al estudio. Era extraño, hacía tiempo que no nos veíamos y sin embargo nuestra amistad era igual de sólida que en la común adolescencia; quizás por eso, porque sus raíces se remontaban a entonces, cuando los dos éramos proyectos por determinar: él futuro profesor de no se sabe bien qué materia literaria, cocinero de la palabra, combinador de ritmos y verbos; yo, aprendiz del color, mezclador de tonos y masa, pintor de una existencia simbólica y abstracta al tiempo que real, distribuidor de colores con dedos o pinceles, cazador de rayos alegres y vistosos, de luces humosas y grises mientras él describía la nostalgia del pasado y la de todo un futuro por llegar.

                Nunca había sido tan reservado, normalmente aparecía por la casa sin avisar y debatía sobre lo apropiado de llamarlo estudio o taller. El primer término porque para pintar se hacía necesario el conocimiento, el segundo porque requería una técnica depurada, precisa y muy trabajada que constituía la parte manual del esfuerzo pictórico.

                Se presentó en el estudio con un bastón acabado en cabeza de perro tallada en marfil, presupuse que era un toque aristocrá­tico a su incipiente carrera literaria, y no hice caso. Empezó a mirar atentamente los cuadros, en silencio, con mucho más detenimiento de lo que acostumbraba, lo que ya de por sí era bastante, lo cual no dejaba de ser extraño ya que precisamente él, por su condición de crítico literario y compañero durante tantos años, era el único capaz de explicar, sin proponérselo, la evolución de cada uno de los rasgos de mi pintura, distin­guiendo mejor que yo el abandono del magenta por el Siena, o el ocre tostado por ese marrón terroso que tanto me costó elaborar.

                Con voz amigable pero rendida proclamó con un suspiro: «Definitivamente, no está lo que busco, tendrás que pintarlo para mí.»

                No me sorprendió la petición en sí, pues entre obra regalada y obra comprada -¡y Dios sabe que había elegido siempre para sus adquisiciones los momentos en los que yo peor me encontraba económicamente!- él podía organizar con las telas de su propiedad una completa exposición donde se recogieran los momentos más críticos de mi evolución como pintor. Si observaba que un cuadro mío, apenas terminado, suponía un cambio importante, un nuevo rumbo, era el primero en preguntarme el precio y lo adquiría («mi plan de pensiones» -decía-, «la herencia de mis hijos», confir­mando, paradojas del destino, la fe ciega que tenía en mi pintura).

                Antes de que yo pudiera hablar me lo soltó a bocajarro: «Quiero que pintes al óleo, con esa técnica tuya de pintura cuatérica heredada de Van Gogh, y hermana de Lucian Freud, un cuadro colorista que recoja la esencia de tu obra, la que has hecho y la que está por venir, pues me estoy quedando ciego y quiero que sea precisamente una obra tuya lo último que mis ojos vean, la imagen que retengan mis pupilas en los años que vendrán. Sé que permaneceré inmerso en la oscuridad del presente, pero también en la lluvia de colores que consiga retener. Tienes como mucho seis meses; los médicos no creen que consiga conservar la vista mucho más.»

                Luis se fue, dejándome sumido en la perplejidad y el compromiso. Yo había aceptado sin hacer un gesto o emitir un sonido, para él era evidente que su amigo Pepe no le dejaría en la estacada.

                Me propuse plantearme el cuadro como uno más, variado y global, como se me había pedido. Una tela que recogiese los brillos y los resplandores del cristal de las lámparas del salón de los abuelos capaces de crear ellos solos un arco iris sobre el sofá y las paredes empapeladas, espejada en los muebles esmerilados y en los adornos transparentes; pero también vitalista como nuestros proyectos, exultante, anhelante como nuestras vidas.

                Tras varias semanas no tenía nada, ni siquiera un mínimo esbozo. Conociendo a Luis no era difícil imaginarlo mirando fijamente el brochazo, la curva que se desliza, los colores superpuestos inmersos en una obra total que él tendría que escudriñar desde la breve lejanía de un número determinado de losas del pavimento, consciente de que la mirada global y distanciada sería la primera cosa que perdería.

                Poco a poco la neblina irá invadiendo la atmósfera del despacho circundado de libros, el espacio existente entre la pared y su sillón será ocupado de modo paulatino por una cortina ligeramente opaca que día a día se irá haciendo más densa y le obligará a acercar el asiento a la pared. Primero lo antepondrá a la mesa, después lo dejará en mitad de la estancia, como un estorbo inútil contra el que los demás tropezarán, luego se sentará junto al cuadro y lo observará a poquísimos centímetros, fijando su mirada en los mínimos detalles transformados por la cercanía en un cosmos independiente del todo.

                En qué pensará entonces, qué mundos creará en su mente, ajenos ya al estímulo primario que los provocó. Será difícil saberlo. Vista y visión, ceguera e introspección visiva y visionaria de aspectos que quizás sólo entonces comenzará a «ver» en su auténtica dimensión.

                Para alguien como yo, acostumbrado a sus gestos, a su forma de ser y de pensar, habituado a adivinar sus palabras cotidianas antes de las que pronuncie, no es difícil imaginarlo ciego, frente al cuadro, como si lo estuviese mirando.

                Contemplación de algo externo, oscuro, a través del recodo de la memoria de donde lo extraerá más límpido, lúcido y colorido de cuanto la pátina del tiempo lo conserve. Y después de un período inconcluso estirará sus piernas flexionadas, casi anquilosadas, y el giro de rodillas le alzará hasta el cuadro, palpará con las yemas de los dedos la pintura y su memoria le recordará la protuberancia hasta la que llega el amarillo, el surco dónde anida el ébano, los cuencos que recogen los ocres. Y el tacto será visión, el recuerdo establecerá el vínculo entre lo contemplado y lo palpado, entre los ojos perdidos y los dedos convertidos en aprendiz de retina.

                Pintar un cuadro, otro cuadro más; pero a quién trataba de engañar yo, se trataba de pintar «el cuadro», una superficie que habría de ser contemplada de modo único, casi exclusivo; y es ahora cuando comienza a echar raíces dentro de mi la inquietud, el desasosiego, al sentirme asfixiado por la responsabilidad de recoger su último horizonte.

                Quién sabe cuál será el nuestro: lo más probable es que sea el tubo de neón de un frío hospital con la calefacción a tope, aunque si somos afortunados no estaría mal una playa de arena y olas, o el verso de un poema de lectura inacabada.

                Pintar, y al óleo. Él sabía que era un desafío, que hacía tiempo que yo utilizaba el acrílico y otros materiales. Cuánta cobardía había conseguido desenterrar con su propuesta, cuánta impotencia añadía a la ya de por sí limitada creatividad. Qué pequeño me hace, cuánto desamparo y qué desvalido quedo; ahora creo ser yo el ciego, el invidente primerizo incapaz de dar el primer paso, y el segundo y el tercero.

                Casi han pasado cinco meses desde que comenzó esta desazón, este túnel sin salida donde los raíles recuerdan que el tren puede llegar en cualquier momento para arrollarte en esa atmósfera viciada cuyo punto de luz a lo lejos hace saber que siempre hay una salida.

                Dejarme embestir, dejarme caer sobre las traviesas y olvidar, como tantas veces ocurre en esta vida; eso es lo que debería hacer.

                Suena el teléfono. Es él. Sé que ha decidido no pisar el estudio hasta que no esté finalizado el encargo, y por eso llama. Hablamos de las noticias genéricas de los últimos días, de la última conferencia escuchada y de los amigos comunes; ninguno hace referencia al tema telón de fondo de los últimos meses. En mi silencio percibe que todavía no lo he comenzado, sabe por mi voz en qué punto me hallo. Soy demasiado transparente, y el tono de mis palabras le muestra el escaso camino recorrido.

                «Paciencia, todo llegará.» No sé si se refiere a su ceguera (lo que sería bastante cruel) o a esta espera inquieta e inquiriente que forzosamente deberá tener un final. Hay en el aire una puerta abierta por la que espero venga lo imprevisto. Procuro no obsesionarme; hay tantas cosas inalcanzables que una más no debería importar ni ser sobrevalorada. Después de todo, es sólo un cuadro; podría pintar algo que justificara la espera, y desear de él una última benevolencia. Casi estoy por coger uno de los que tengo almacenados y lo titularé «Impotencia ante lo absurdo» pues absurda es su pérdida y esta sensación de privile­gio que queda en mí, superviviente de su desgracia; más temo que me pille en tan burdo fraude infantil.

                Han pasado otras dos semanas incómodas, vacías de un mundo desmantelado, deshabitado de ideas y creatividad. Estoy exhausto por esta incapacidad que me atenaza, por este temor a no ser capaz, como si fuese algo más que un proyecto, que una idea no resuelta, que un encargo no satisfecho. Pero no puedo -ni tengo dónde- ocultar la conciencia de saber que cuándo Luis, ese mi otro yo en que la vida lo convirtió, empiece a no distinguir los colores y las formas, se sentará junto al cuadro y palpará con sus dedos mi obra.

                Demasiada responsabilidad para alguien que sólo pretende expresar en una superficie lo que siente y lo que ve, a través del tamiz de una cultura de siglos y una larga lista de lienzos pintados.

                Llaman a la puerta; es correo urgente. Me traen un sobre tamaño folio. En su interior un libro de Balzac «La obra maestra desconocida», es una edición de hace veinte años, algo amarillen­ta y desgastada; ninguna nota o referencia al remitente, simplemente el texto decimonónico rigurosamente actual que me ha sido enviado para que lo relea. Es un aviso para navegantes, un mensaje en la botella cuyo significado no está totalmente claro. No creo que me lo haya mandado para decirme algo concreto, sino más bien para que abra puertas hasta ahora cerradas, para que olvide y comience desde el principio, pues «a fuerza de búsque­das, he llegado a dudar del objeto mismo de mis investigaciones» que diría Balzac.

                «Olvidar», quizás sea esa la palabra clave, arrumbar en el sótano de la memoria las razones, las responsabi­lidades frente al amigo, el futuro inmediato. He de limitarme a pintar, sólo pintar. Usaré el acrílico, dejando espesar la pintura, dándole una contextura más sólida crearé los grumos, los surcos que busco, el perfil escondido en mis brochas. Dejaré atrás la angustia para regocijarme en lo que me llevó a esto: el disfrute de crear, de proyectar nuevos mundos, nuevas visiones. No describir el mundo sino reinterpretarlo según la propia percep­ción, escuchando el eco de las palabras de Cézanne y Matisse, dejando que líneas y colores fluyan.

                No existe el cuadro perfecto, asumirlo y después pintar aquello que deje satisfecho. Predecir el arte del futuro es absurdo, al igual que es un desatino intentar basar la creación en lo que presuponemos serán los gustos de próximos siglos. Sólo puedo pintar hoy lo que espero provoque placer estético también mañana. Ser yo y no desfallecer, eso es lo que creo que Luis me ha querido decir con su envío. Nada de compromiso para salir del paso, pero tampoco un imposible, porque la vida sigue y no ha de pretender que éste sea el último cuadro, el comienzo de un declive todavía lejano.

                El único cuadro perfecto, como el escrito perfecto, es aquel que se muestra completamente blanco, como el folio recién sacado del paquete, porque lleva en sí todas las imágenes, todo proyecto posible y venidero. Cervantes, Dante, Shakespeare, Tiziano o Velázquez tienen en común ese comienzo níveo con todas las Meninas por pintar y los Paraísos por describir, aunque también podían ser el proyecto desechado y el garabato con tachones de la papelera.

                Hace meses que terminé el cuadro. Antes de decírselo a Luis me pasé una semana sin hacer ningún retoque, tenía la impresión de que lo que podía añadir al final sobraba. En el colmo de mi paroxismo lo cubrí con celofán y realicé nuevos brochazos, al día siguiente me daba cuenta de que sobraban los añadidos y decidí quitarle el papel transparente para ver la obra tal y como estaba el día anterior. Era evidente que mi obra estaba concluida.

                Recordé un paisaje común de la infancia: un puente colgante hecho con lianas de hierro y suelo de tablones; algunos de éstos aparecían rotos y carcomidos y los campesinos los sustituían por viejas maderas de puertas y ventanas, lo que unido al movimiento producido por el viento y los pasos de hombres y animales de carga, le otorgaba un aspecto aparentemente frágil por lo que lo llamaban «puente de alambre»; el de hierro era más consistente con sus vigas metálicas y sus ladrillos. Inmortalidad en su fragilidad, duro en su ductilidad, como las cañas del río que se pliegan para no romperse. El agua amarillenta por los sedimentos arenosos, el color de los cañizos, el verde grisáceo de los pinos algo secos y polvorientos, y el azul límpido y brillante de nuestro cielo. Era una atalaya a la infancia, un mirador sobre nuestra común amistad. Y todos aquellos tonos fueron incorporán­dose a mi pintura del siglo XXI y supe que él percibiría en su equilibrio los olores, y quizás incluso por allí pasease un minotauro, a sabiendas de que lo que pinto no es lo que vimos, consciente de que lo expreso con mi brocha es la esencia de lo que guardamos.

                Luis vino, lo escrutó, lo miró fijamente hasta en sus detalles más insignificantes y lo amó. «Perfecto. Justo lo que quería.» Sacó la chequera, preguntó al aire «cuánto» y comenzó a hacer el cheque. Dije una cantidad elevada que él no osó discutir; tampoco yo quise debatir si el cuadro era exactamente lo que esperaba o si le había decepcionado. Como si hubiera adivinado mi pensamiento, levantó el tono de su voz para decir «Sólo tú podías pintarme algo así. Gracias.» Tuve la sensación de que el único que había tratado de preconcebir la obra había sido yo, que él únicamente esperaba que el amigo crease algo especial para sus ojos nebulosos; y había sido mi mente la que me había tendido la trampa al presuponer que se me pedía algo que no pudiera dar.

                Cuando se llevó el cuadro, le acompañaban dos hombres, quedó en mí un vacío, externo e interno, que tardé mucho en llenar, si es que alguna vez lo conseguí.

                Fui muchas veces a su casa; le veía frente al cuadro sin saber realmente si era capaz de vislumbrar algo. ¿Vería sombras, distinguiría colores? En cierta ocasión le fotografié en esa postura, él no me dijo nada, como si supiese que el cuadro por sí solo estaba incompleto, que faltaba su figura sentada a pocos centímetros con los ojos fijos frente a los trazos, con la mirada perdida en mi trabajo.

                Nunca llevé el cheque al banco. Lo dejé abandonado sobre la mesa, sin saber qué hacer con él, no me atrevía a romper ese objeto suyo reconvertido en recuerdo. Un día se vertió una taza de café sobre el cristal de la mesa y gotas veloces y fecundas recorrieron una parte del cheque, disolviendo y difuminando un poco la tinta de su pluma; añadí con acuarelas nuevos colores transparentes que me permitiesen contemplar la firma del amigo, el nombre de la ciudad que habitábamos, las cifras y los números. Pasado un tiempo lo puse en un soporte y lo coloqué frente a mi cama, sobre una tela blanca, de modo que si es en ese lecho donde cierre definitivamente los ojos, sea ese pequeño trozo de papel, y su trasfondo, lo último que yo vea.

     

    Hotel Suecia, Madrid, 13, 14 y 15 de enero 2003