Algunos poemas de «Cuando la piedra habla»

Italia, la gran pasión

  • Con ojos del pasado y del presente

    Sigo la voz del viejo aedo ciego

    Hasta el volcán que mira envuelto en fuego

    La fresca virginal sirena ardiente.

    Imperio de acueductos y de puentes,

    Con ese Mare Nostrum sin sosiego,

    De ti, pese a la espada, no reniego

    pues diste ley, derecho al Continente.

    Contemplo la sutil sonrisa etrusca,

    la fina belleza renacentista

    que por el callejón de piedra busca

    la mano franciscana del artista

    misteriosa, capaz de que Ella luzca.

    más hermosa si cabe a nuestra vista.

    A Claudio Magris

Bérgamo

  • Aunque abandoné la muralla inútil y hermosa

    ante mí aparece la pétrea fuente:

    los fieros guardianes de la plaza

    rugen al reloj que reposa a la sombra de la logia.

    Por la escalera cubierta subo, remonto tejados,

    sobrevuelo la firme torre y diviso

    húmedos campos reverdecidos.

    Me alejo con la prisa del mármol esculpido.

    La piedra narra su historia y transforma

    cuanto quedó atrás en realidad presente,

    cuando la piedra habla, con ese murmullo pausado,

    el corazón pierde su cáscara y se desgrana a gajos.

Nápoles

  • Un diablo nocturno extiende

    los brazos por el golfo

    -luces intermitentes luces-,

    los dedos abarcan la bahía

    de aguas maduras y expertas.

    De noche ostenta sus mejores galas,

    ojos se multiplican y muestran

    su porte de gran dama.

    Acallados claxons y gritos de verdulera

    con ellos aleja al don Juan apresurado;

    apoyadas en los balcones oxidados,

    entre la ropa tendida se espera

    al amante paciente y sereno.

    Sexualidad de siglos, sonrisa

    irónica y juegos de amor

    refugiados en el seno adulto

    todavía erecto y regio, Vesubio.

    La pubertad y el ansia de vida

    se deja entrever

    en el movimiento caprichoso,

    en el fuerte olor de sulfatara.

    Entre la madre vigilante

    y la hija que despierta

    hay una ciudad que no duerme,

    semioculta, gusta permanecer inalterable.

Persusa-Perugia

  • En las históricas ciudades

    de los hijos de Leonardo

    la máquina me traía su recuerdo:

    escaleras mecánicas sustituían

    los pétreos peldaños esculpidos

    y el funicular llevaba a las cumbres de Ícaro.

    Ciudades construidas sobre inaccesibles colinas

    son perforadas por misteriosos túneles

    donde un ascensor te lleva

    a la plaza señorial

    en la que el pueblo se contempla.

    Allí, donde la máquina infernal

    cohabita con el palacio renacentista,

    conocí un hombre que escribía

    en perfecta grafía gótica

    los títulos de carpetas burocráticas.

    En castellano me habló de una joven

    y también del gran sueño: viajar a España

    y cuando la Gran Señora apareciese

    fuesen arrojadas sus cenizas

    en las aguas libres y salvajes del Cantábrico.

Segesta

  • Subo los suaves peldaños

    de tierra escarchada,

    adornados con pita

    en sus extremos.

    El frescor de la hora

    deja una estela de vaho

    a nuestras espaldas.

    Poco a poco, por entre

    las copas de los árboles

    un frontón aparece

    conmovedor y soberbio

    sostenido por pinos.

    Un espacio silencioso

    circundado de columnas

    acoge en su explanada

    la respiración entrecortada.

    Solitaria belleza

    sin otras piedras

    que la vista distraigan

    sin ruinas de villas,

    sin ruinas de casas.

    Solitaria belleza

    recogida en un paisaje

    de naturaleza solemne

    al que dedicaron los hombres

    el recinto sagrado

    entre los pinos.

    Vuelvo a ti para ver

    el vacío de los dioses,

    la soledad de los hombres.

    Desciendes y nuevamente

    reanudas la cuesta que

    hasta el teatro te lleva.

    Desde lo alto admiras

    más allá de las gradas,

    por encima del escenario

    un paisaje arañado

    por serpenteada autopista.

    Aislados y juntos

    templo y teatro

    y en medio, nosotros,

    insignificantes,

    poderosos sólo

    en la conciencia

    de nuestra pequeñez.

Segesta

  • Subo los suaves peldaños

    de tierra escarchada,

    adornados con pita

    en sus extremos.

    El frescor de la hora

    deja una estela de vaho

    a nuestras espaldas.

    Poco a poco, por entre

    las copas de los árboles

    un frontón aparece

    conmovedor y soberbio

    sostenido por pinos.

    Un espacio silencioso

    circundado de columnas

    acoge en su explanada

    la respiración entrecortada.

    Solitaria belleza

    sin otras piedras

    que la vista distraigan

    sin ruinas de villas,

    sin ruinas de casas.

    Solitaria belleza

    recogida en un paisaje

    de naturaleza solemne

    al que dedicaron los hombres

    el recinto sagrado

    entre los pinos.

    Vuelvo a ti para ver

    el vacío de los dioses,

    la soledad de los hombres.

    Desciendes y nuevamente

    reanudas la cuesta que

    hasta el teatro te lleva.

    Desde lo alto admiras

    más allá de las gradas,

    por encima del escenario

    un paisaje arañado

    por serpenteada autopista.

    Aislados y juntos

    templo y teatro

    y en medio, nosotros,

    insignificantes,

    poderosos sólo

    en la conciencia

    de nuestra pequeñez.

Revivencias de Trevi

  • No cae el agua de la fuente con la misma fuerza

    ni en su declive tiene el chorro igual intensidad,

    falta la mirada de dos adolescentes y de un niño

    la risa: con empapada camiseta de gigante hueco

    el esqueleto tatuado se lanzaba en sus aguas

    para recoger los reflejos metálicos de las estrellas;

    su intromisión miraba indiferente el dios antiguo, e

    intentan sujetar bridas y crines los custodios tritones.

    La congoja llena de melancolía la mañana otoñal

    y el sol no llega a deslumbrar a aquella noche estiva

    con su eco de voces, puestos de banderas y guiños

    rebotados por los recodos de pétreas concavidades

    acallados por relinchos de caballo y toque de caracola;

    juncos de piedra brotan del agua en su verdor interno

    y trepan y crecen por el palacio en busca de las ventanas

    cerradas al gentío embriagado por la belleza de lo onírico.

    Cae todo ello por el pasillo central hasta mis sentidos,

    cascada de arte, agua virgen y porosa piedra blanca,

    benedictina y salva fuente sobre los corazones jóvenes,

    sobre nuestras retinas cansadas, abiertas sin embargo

    al cuenco donde queda impreso este sueño de marinos

    caballos alados, de emperadores y hornacinas paganas

    miradas de soslayo por el viejo y menudo presidente

    de fuerte carácter pudoroso grita gol al Universo.

    A Andrea, Pedro Luis y Esther.

    (Fontana de Trevi, 28 de octubre 2002)